7.12.2006

La serenata de los rechazados

Ayer salió por la noche a tocar las puertas de otros desafortunados. Eran sus primos en destino, aquellos que al igual que él, fueron rechazados por la misma mujer. A muchos de ellos los despreciaba por varias razones: por esos defectos y falencias que ella supo ver (y que a su vez, se las había informado a él); y también, porque eran parte de su propio espejo, un espejo al que no quería mirarse.
Así fue que los juntó a todos y caminaron, admirados por los transeuntes, por el medio de la Avenida del Libertador. Mezcla de caballeros y bufones, marchaban con sus trajes apolillados, sus corbatas mal anudadas y zapatos de distinto color en cada pie. Pero, por primera vez en sus vidas, caminaban con una dignidad plena, visible en sus miradas y su andar. Aunque, por desgracia, poco les iba a durar, pues iban hacia la casa de su amada. ¿Y de qué dignidad se puede hablar, cuando se está en presencia del ser amado?
Y así, llegaron al frente de su hogar, y bajo su ventana, entonaron con sonora voz, su serenata. Era un canto lleno de odio, desprecio y sobre todo, amor. Cantaron, una vez más, y tal como habrían de hacerlo todas las noches hasta su muerte (¿o es que ya estaban muertos?), la serenata de los rechazados.

7.11.2006

El tiempo que ya quedó atrás

Recordaba aquel paseo por el bosque de Necochea con su prima Lorena. Había sido una cálida tarde de verano, pero de esas que se dan en la costa, que vienen acompañadas de una brisa fresca para que nunca sean tan agobiantes como las de Buenos Aires. Él caminaba con las manos a medio guardar en sus bolsillos porque no le cabían del todo. Miraba el piso de tierra y pateaba tímidamente alguna piña de tanto en tanto, como consecuencia de un impulso reprimido que le incitaba patearla con todas sus fuerzas. Ella, de pronto, rompió el silencio gobernado por el rumor del mar y el canto de las aves.
-Nunca me contás de tu vida amorosa.
-Es que no hay mucho que contar.
-Dale, un chico como vos tiene que tener muchas pretendientes.
Esteban asombrado, avergonzado y un poco molesto, siguió caminando en la misma pose.
-Lo decís porque sí... Sabés que no es así.
-No seas tonto, lo digo porque lo pienso de verdad. Sos atractivo y misterioso. Eso te hace muy buena presa. Pasa que vos no lo querés ver.
Esteban exhaló sonoramente y siguió caminando en silencio.
Así, hoy, volvía a recordar a Lorena, vestida en colores casi blancos, con su larga falda falda adornada por un detalle que no podía recordar bien, pero que creía eran pequeñas y espaciadas flores oscuras; y su musculosa que a pesar de holgada, dejaba traslucir la forma de sus pechos. Parecía tan liviana que cualquiera la hubiera sostenido para que no saliera flotando.
Y luego, ella se frenó. Esteban caminó unos pasos más hasta que pesadamente también paró y dio media vuelta sobre su eje. Ella con algo de bronca le preguntó, no me creés, no?. Claro que no le creía. Y mientras él la miraba con ansiedad, Lorena comenzó a moverse lentamente en dirección a su primo. Se paró a mínimos centímetros de distancia. Y quedaron frente a frente, ojos contra ojos, boca con boca. Esteban todavía no se movía, mientras ella comenzó a acercar sus labios a los de él hasta que se fundió en un apasionado beso. Cuando hubo separado su rostro del de él, salió corriendo en la dirección por la que vinieron.

7.06.2006

Esa noche no podía dormir

Salió a caminar para despejar la cabeza. El fresco de la noche fue como una sacudida, fuerte pero afectuosa, a quien se trata de despertar de un mal sueño. Vagó sin rumbo durante un tiempo difícil de determinar. Perdido en los mismos pensamientos que siempre volvían, que nunca dejaban de acosarlo. A él, y a la humanidad. El sentido de la existencia, de la existencia finita; o la soledad, inevitable y algún día, absoluta.
Y de pronto, una mano se apoyó sobre su hombro. Un estremecimiento recorrió todo su cuerpo hasta terminar por apagarse en sus entrañas. Giró su cabeza y vió a un hombre barbudo que le sonreía. Aún un poco asustado, se calmó al ver la benévola expresión de aquel. Tenía el rostro arrugado, probablemente más de lo que a Esteban le hubiera parecido normal para un hombre de su edad. Cubría su cuerpo con unos trapos que podían pasar por ropa e irradiaba un fuerte olor, mezcla (aunque se distinguían claramente separados) de orín y vino. - No tenés una moneda, pibe?. Esteban, después de titubear un segundo, le respondió que sí. Revolvió en su bolisillo y sacó lo primero que pudo agarrar. El indigente le agradeció con una sonrisa y siguió, apurado, su camino.
Mientras bajaba nuevamente su cabeza y enfilaba nuevamente hacia alguna dirección, Esteban, se preguntó por qué no lo había podido invitar a pasar la noche fría en su casa.